Al pie del cerro del castillo y aprovechando la existencia de un manantial de aguas termales, en el siglo I después de Cristo, los romanos construyeron unas termas que se utilizaron hasta el siglo IV.
La cultura material de este período (vasos, platos, monedas o adornos) nos muestran el esplendor del poblamiento ibérico y romano de la zona.
Las thermae constituían uno de los lugares de ocio preferidos por los romanos para bañarse, tomar masajes, charlar y hacer deporte, es decir, para conseguir el bienestar del cuerpo y del espíritu.
La singularidad de las termas de Alhama radica en la existencia de dos complejos: uno de tipo recreativo y otro destinado al baño medicinal, ambos en espacios separados para cada sexo. En el primero de ellos se han conservado las salas de baño habituales en el mundo romano de gradación de temperaturas, a excepción del vestuario (apoditerium), única sala que no se ha conservado. El resto de salas, por su parte, han sido consolidadas y restauradas, presentando la estructura muraría original de hace 2000 años: sala fría (frigidarium), sala templada (tepidarium), sala caliente (caldarium) y la piscina, que recibía el calor a través de la comunicación con un horno (praefurnium), desde el que circulaba el aire caliente bajo los pavimentos y por las paredes mediante las cámaras de aire correspondientes.
El segundo espacio termal es el más importante y se compone de dos salas abovedadas de gran monumentalidad que constituyen el centro del complejo, con una piscina común y lucernarios cenitales en cada una de ellas para regular la iluminiación y la temperatura del ambiente termal. Otras aberturas de comunicación propiciaban una misma climatización de estas salas salutíferas y favorecían las acciones curativas de sus aguas.